Alrededor, en todo momento, descienden las cenizas
de conejos incendiados,
la nieve negra
de la luna menstruando.
Yo camino y es inútil.
Yo sueño con las piernas arqueadas de la ola que rompe
al otro lado del silencio.
Abro, las manos se me llenan de ceniza.
El naranjo equilibrado sobre un brazo de sirena
se eleva como una marioneta indefinida.
El naranjo es el diablo a tres minutos de las doce.
Me siento a contemplarlo, y un árbol dentro mío retrocede.
Una estancia permanente en el palacio de lluvia,
el secreto lento del carbón entre las manos.
Yo ya no camino y es inútil.
Y ya no quiero las luces nerviosas en la yema de los dedos
ni quiero cabellos de polen,
no quiero aún la sangre perdida
que entre las piedras germina para inventar otra rosa
todavía más triste.
Yo ya no quiero nada.
Es el silencio,
la anestesia de agujerearse los oídos
de una música vacía,
la condena al rosario de las lunas
que quedan por talar
para que el verano
se derrumbe.
Escena diurna
Hace 14 años