domingo, 3 de febrero de 2008

Mesera

Esa fobia dulce de encontrarte entre la noche
y esos círculos de luz que la viruelan,
como si al entrar hubiera pateado sin querer
un hormiguero de lunas
clonadas y ciegas,
y empezaran a trepar
locas de nicotina
por las paredes del bar,
e incluso por vos, dejándote un adorno de dálmata perfecto sobre el ojo
izquierdo y verde,
esas que,
-podría ser que-
patinando por tu cuello de cine mudo
te surcaran el pecho tejiendo un rosario de fosforescencias opacas,
un moretón de tréboles
o de gotitas de sudor y verano bebible.

Entonces te acercás a la mesa y el enjambre de lunas te recorre
con más filo aún
como un tornado de trapo o de vestidos muy antiguos,
como obligado a desnudarte para tatuarte mil décadas en el cuerpo,
y,
tal vez,
-pienso-
todas las mujeres
confluyendo en un aleph con ojos verdes
que ahora se lleva los vasos
con movimientos lentos
marcándose
en la arcilla del humo de los cigarrillos
que se revobinan en la mesa de junto,

se empieza a ir

se va

se fue

y ya no es vos sino ella,

con su órbita violenta de lunas vertiginosas
que la recorren
como un planeta urgente

cuando

(de espaldas)

ya no es ella sino

-esa-

que se aleja galaxias en dos pasos

mientras

la miro.